Edvard Munch es probablemente el noruego más reconocido que ha existido jamás. Su nombre es para muchos sinónimo de su obra más famosa: El Grito, una de las imágenes más memorables de la historia del arte occidental. El Grito es una de esas obras que incluso trascienden en cuanto a fama a su propio autor. En 2012, una de sus versiones fue subastada por poco menos de $120, 000, 000 (ciento veinte millones de dólares), fijando un nuevo récord en una subasta pública. Este evento hizo crecer aún más la reputación de la imagen, así como también la de su creador, Edvard Munch.

La percepción popular que se tiene sobre Munch es la de un artista depresivo y desesperado, cuya obra es el vivo ejemplo de la melancolía nórdica. Sin embargo, Edvard Munch es mucho más que depresión, y su obra es mucho más basta que sólo El grito. Munch fue un artista sumamente prolífico, con una carrera artística de más de seis décadas consecutivas y más de mil cuadros pintados en ese período de tiempo. Al igual que algunos de sus contemporáneos, no estaba particularmente interesado en captar de forma figurativa la imagen superficial de los personajes y objetos representados en sus cuadros. Más bien pretendía producir un lenguaje plástico que transmitiera una amplia gama de emociones humanas; le interesaba la experiencia individual y subjetiva del hombre frente al mundo, mucho más que la representación realista de su entorno.

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Edvard Munch, Por la mañana, 1884.

En 1881, Edvard Munch entró a la Academia Real de Dibujo en Oslo. El anterior es uno de sus primeros cuadros exhibidos públicamente. En él se pueden apreciar algunos de sus más tempranos intereses dentro de la pintura, que serían el realismo, por la temática y el impresionismo, debido a su uso de la luz. El movimiento realista implicaba hacer énfasis en temas simples de gente ordinaria, los cuales eran en gran medida contrarios a los grandes temas de la antigua pintura europea -que se había dedicado por siglos casi exclusivamente a retratar escenas bíblicas y aristocráticas. Por otro lado, podemos ver también gran énfasis en el colorido y la luminosidad de la imagen, tendencia que, si bien era enfatizada por el impresionismo, era reprobada por la academia noruega. De hecho, pese a que a nuestros ojos este cuadro puede apreciarse como tradicional, a los ojos de la crítica de la época, que no estaba interesada ni por error en las novedosas corrientes realista e impresionista, parecía una obra sosa y carente de cualquier valor.

La pintura de Munch evolucionó rápidamente, haciendo cada vez mayor énfasis en sus primordiales influencias realistas e impresionistas y llevando ambas en una dirección distinta que cualquier otro artista de su época. Esto lo hizo fundiéndolas con elementos simbolistas y cierta nostalgia que, si bien muchos consideran nórdica, él decía haberla heredado de su padre y de una vida difícil, circunstancias que no puede decirse que fueran exclusivas a Noruega.

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Edvard Munch, La niña enferma, 1885-1886

Los escritos de Edvard Munch

Munch se consideraba a sí mismo tanto pintor como escritor y llevó a lo largo de su vida una gran cantidad de diarios. Estos nos revelan mucho respecto a su mundo interior y son también un magnífico complemento a su faceta pictórica, mostrándonos aspectos de sus cuadros que quizá de otra forma nos sería imposible percibir.

El tema del niño enfermo era una temática común en el arte de finales del siglo XIX. No obstante, Munch no sólo realizó este cuadro basado en una moda, sino en su propia experiencia de vida. Algunos años después de realizar el cuadro anterior, escribió sobre el motivo principal detrás de la pintura: la muerte prematura de su hermana Sofie a causa de la tuberculosis. En sus textos describe también cómo revivió dolorosamente las memorias de la enfermedad de su hermana mientras forcejeaba con la pintura, intentando terminarla.

Otro elemento a destacar de esta pintura es que, si bien posee un tema relativamente común, lo que es verdaderamente poco común de ella es la manera en que fue pintada. A través de un proceso de aplicación de capas de pintura, que posteriormente removería parcial o totalmente arañándolas de la superficie del lienzo, Munch construyó poco a poco un complejo entramado de color, manchas y trazos que proveen a este lienzo de una impresionante textura llena de emoción.

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Edvard Munch, La niña enferma (fragmento), 1885-1886.

Todas las grietas, rayones e imperfecciones que Munch produjo en esta pintura añaden información a la lectura de la imagen, de una forma que había sido poco explorada en la pintura europea hasta ese momento. En este lienzo podemos ver, entre su uso del color, los rayones y el trazo, el posible principio de la pintura expresionista que durante el siglo XX inundaría el arte de posguerra de diversos países. A través de este sistema de pintura, Munch no intenta representar lo que sus ojos vieron durante la enfermedad de su hermana, sino lo que su ser sintió durante este período, intentando capturar más que una simple imagen y plasmando todo un estado anímico.

Pese a las duras críticas que este cuadro obtuvo, esta pieza en particular se volvió para Munch el pivote que transformaría su obra en los años subsecuentes, ya que muchas de sus posteriores pinturas estuvieron basadas en lo que consiguió en este cuadro. Sin embargo, antes de retomar el estilo que comenzó con esta obra, Munch realizó una vez más esta pintura haciendo uso de un estilo completamente diferente, mucho más conservador. Quizá pretendía demostrar a la crítica que el resultado en el cuadro anterior no había sido por carencia de habilidad, sino por intención deliberada.

Esta siguiente versión de la pintura fue un gran éxito y le consiguió una beca que le permitió ir a estudiar a París, que en aquel entonces era la Meca del impresionismo. A lo largo de su vida, Munch no sólo realizaría dos, sino varias versiones de la misma imagen. Esto lo podemos constatar en las imágenes mostradas a continuación.

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Edvard Munch, Primavera, 1889

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Edvard Munch, La niña enferma, 1896.

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Edvard Munch, La niña enferma, 1907.

La repetición en la obra de Edvard Munch

Edvard Munch repitió en múltiples ocasiones las mismas pinturas. Esto en parte se debe a que para él lo más importante en sus pinturas era el significado que estaba detrás de cada una de ellas y, en particular, el significado detrás de las imágenes en ellas representadas. De hecho, uno de sus proyectos mas importantes, considerado por él mismo como el más importante de todas sus obras, era el titulado Friso de la vida, del que pintó también múltiples versiones.

Este friso consistía en una amplia serie de cuadros que, a pesar de poseer una narrativa, no estaban limitados a sólo contar una historia al ser leídos en conjunto, ya que su énfasis no yacía en la narrativa. Estas imágenes mostraban toda una visión sobre la vida y marcaban diversos hitos a través de los cuales todos pasamos en algún momento. Estos momentos precisos fueron organizados por Munch de manera tal que develaran un tramado sutil, rara vez perceptible debido al constante devenir al que la vida nos somete, siendo este devenir mismo el tema central del friso.

Debido a su profundo interés en el significado detrás de las imágenes, Munch es considerado como uno de los llamados pintores simbolistas. Sin embargo, la forma en que abordó esta corriente pictórica es muy distinta de la aproximación de muchos otros de sus contemporáneos. Munch, contrario a otros simbolistas, no retoma imágenes alquímicas, medievales o símbolos míticos herméticos. Por el contrario, llevando un paso más allá del símbolo, a la manera de Van Gogh, se enfoca en escenas de la vida cotidiana y los vuelve íconos reconocibles: momentos que marcaron su vida profundamente y que todo ser humano comparte de una forma u otra.

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Edvard Munch, La danza de la vida, 1899-1900, óleo sobre tela.

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Edvard Munch, La danza de la vida, 1925, óleo sobre tela, 143 x 208 cm.

Un claro ejemplo del simbolismo en la pintura de Edvard Munch lo encontramos en su cuadro El baile de la vida, donde las figuras bailan bajo el sol en la noche de verano nórdica. En este cuadro, Munch parece presentar etapas en la vida de una mujer, aunque podrían ser etapas en la vida de cualquier persona. Los símbolos en la obra de Munch son fácilmente reconocibles y legibles. En el caso de este cuadro, por ejemplo, el vestido blanco representa pureza e inocencia; el rojo deseo, pasión, sexo y quizá también culpa y, por último, el vestido negro representa lamento y sufrimiento. Por otro lado, la pareja central que aparece bailando y prestando toda su atención el uno al otro, viviendo un momento apasionado, nos recuerda por medio de las facciones de sus rostros -pintados a manera de cráneos-, la muerte inevitable y la pérdida de todo lo que alguna vez se haya amado.

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Edvard Munch, Autorretrato entre el reloj y la cama, 1943.

El cuadro anterior es el último autorretrato que Edvard Munch pintó. En él podemos verlo parado entre un reloj y una cama, viendo de frente al espectador. El reloj no posee manecillas, no está ahí para señalar una hora específica, sino para recordar el paso del tiempo y, en este caso, para hablar de que el tiempo de Munch está pronto a terminarse, así como el de todos alguna vez lo estará. Del otro lado de la habitación vemos una cama, el último lecho donde el cuerpo que se encuentra entre ambos elementos reposará y perecerá.

Pese a la gravedad del tema, Munch se retrata a sí mismo perfectamente erguido, viendo de frente, viendo quizá de frente a la muerte, retratando en este lienzo su actitud frente a la muerte misma. Para él era muy importante morir despierto, estar plenamente consciente cuando llegara su hora. No quería morir dormido, quería darse cuanta de que se estaba yendo.

Uno de los elementos clave de la pintura de Munch es que en sus lienzos las narrativas no son realmente importantes, más que para acomodar en sus composiciones los elementos simbólicos de manera congruente. Ellas están ahí para permitir la lectura de símbolos y para facilitar la comprensión del cuadro mismo, más no para cargar con el peso de la lectura de la obra.

Munch estaba profundamente interesado en transmitir, no sólo la luz, el color y la forma en su pintura, sino la profundidad de la mente humana y la relación del hombre con la vida. Esto lo hizo buscar diferentes formas de pintar y lo hizo también repintar varios de sus cuadros múltiples veces. Lo llevó también a alejarse de la figuración tradicional para volver claro el énfasis en el trasfondo emocional y psicológico de su obra, para profundizar en el uso del símbolo como eje de su pintura.

EDVARD MUNCH Starry Night II, 1922-1924 Oil on canvas 47 2/5 × 39 2/5 in 120.5 × 100 cm

Edvard Munch, Noche estrellada II, 1922-1924, óleo sobre tela, 120.5 x 100 cm

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Edvard Munch, El grito,1893, óleo, temple, pastel y crayon sobre cartón.