Los pigmentos verdes, el umbral entre lo orgánico y lo mineral


Woman with a Jug (Suzanne Leenhoff, Later Manet), 1858
Son pocos los pigmentos que generan más contradicciones técnicas que los pigmentos verdes. Su aparente ubicuidad en la naturaleza no ha sido acompañada, históricamente, por una facilidad equivalente para reproducirlo en la paleta. De todos los matices que el ojo humano reconoce, el verde es uno de los más persistentes en el entorno, pero también uno de los más complejos en términos de formulación estable, durabilidad y compatibilidad química. Esta paradoja —entre su presencia visual y su dificultad técnica— ha obligado a los pintores, desde las cavernas hasta los laboratorios contemporáneos, a inventar estrategias que permitan fijar en el tiempo lo que, en la materia, tiende a desvanecerse o a alterarse.
Los pigmentos verdes abarcan una de las familias más diversas, inestables y transformativas de la historia pictórica. No existe un solo verde, ni una fórmula común que lo sostenga. Se ha extraído del mineral —como en la malaquita o el atacamita—, del óxido modificado —como los verdes de cromo o cobalto—, de síntesis modernas —como el ftalocianina—, y también de procesos orgánicos y biológicos que buscan replicar la saturación de la clorofila sin su volatilidad.
Esta heterogeneidad cromática responde a una necesidad material urgente: capturar con rigor el verde del follaje, del agua, del cobre oxidado, de la sombra bajo la piel, del resplandor artificial de las ciudades nocturnas. No hay un solo paisaje que no requiera de verdes para sostener su estructura.
Pero mientras otros colores han contado con pigmentos confiables desde hace siglos, los pigmentos verdes han estado sometidos a ensayos, errores y sustituciones. El verde de vergigrís fue célebre en los manuscritos medievales y los retratos renacentistas, pero también causante de oxidaciones impredecibles. El verde esmeralda aportó una intensidad sin igual al óleo del siglo XIX, al precio de una toxicidad insoslayable. Las formulaciones modernas como el PG7 o el PG36, derivadas del anillo de ftalocianina, trajeron estabilidad y saturación, pero perdieron la variedad tonal de las tierras naturales. Pintar con pigmentos verdes ha sido siempre una decisión técnica cargada de implicaciones.


Este carácter inestable ha exigido del pintor una lectura minuciosa de cada variante: su densidad, su grano, su transparencia, su interacción con el medio, su permanencia a la luz y su temperatura cromática en mezcla. Los pigmentos verdes, más que ningún otro grupo, son una prueba de comprensión material. No basta con colocarlos sobre el soporte: hay que anticipar su reacción en el tiempo, prever su migración, dominar sus incompatibilidades. Quien domina el verde, domina la articulación entre lo atmosférico y lo estructural.
El siguiente recorrido no es una taxonomía ni un homenaje, sino una exploración técnica que busca ofrecer al pintor profesional un mapa de posibilidades fundadas. Desde los pigmentos verdes minerales históricos hasta los pigmentos verdes sintéticos más recientes, pasando por sus aplicaciones en temple, óleo, fresco o acrílico, este texto se propone examinar cada grupo, cada fórmula y cada matiz con la precisión que exige la práctica contemporánea. Porque si hay un color que nunca ha dejado de modificarse, es el verde. Y esa modificación es, en sí misma, una historia del arte escrita con tierra, metal y decisión.
Genealogía de un color inestable: pigmentos verdes a través del tiempo
La historia de los pigmentos verdes es una historia de sustituciones, riesgos y redescubrimientos. A diferencia de otros colores cuya permanencia material se consolidó en épocas tempranas —como los ocres, los negros o ciertos rojos terrosos—, el verde permaneció durante siglos como una incógnita técnica. Su aparición en las obras más antiguas es menos frecuente y, cuando está presente, suele responder a mezclas o materiales inestables. Las pinturas rupestres de la prehistoria, por ejemplo, apenas lo registran, no por ausencia de percepción, sino por la escasez de materiales aptos para fijarlo de manera duradera sobre piedra o arcilla.


Printemps, paysanne sous les arbres en fleurs, ca. 1865
Las primeras soluciones efectivas surgieron en el mundo egipcio con la utilización de malaquita (Color Index PG39), un carbonato de cobre que ofrecía un verde denso y granular, adecuado para aplicaciones murales o sobre cartón. Sin embargo, su comportamiento en medios húmedos como el temple o el fresco era limitado. En Mesopotamia, y luego en Grecia y Roma, los verdes se obtenían también a partir de minerales de cobre, pero con una frecuencia menor respecto a los pigmentos rojos o amarillos. El verde se volvía accesible solo mediante mezclas: amarillo más azul, o negro con azul, generaban matices verdosos, pero siempre con un margen de incertidumbre cromática y física.
Durante la Edad Media, el pigmento verde más extendido fue el verdigrís (PG20), un acetato de cobre preparado de manera artesanal al exponer láminas de cobre al vinagre y al aire. Su color era vibrante, turquesado, y se aplicaba especialmente en manuscritos iluminados, donde su transparencia brillaba sobre el pergamino. No obstante, su inestabilidad era bien conocida: tendía a oxidarse con el tiempo, a generar corrosión sobre soportes metálicos, e incluso a decolorarse o ennegrecer bajo ciertas condiciones ambientales. A pesar de ello, fue uno de los pigmentos verdes más usados entre los siglos X y XV, tanto en el mundo islámico como en Europa cristiana.
En el Renacimiento, los avances químicos permitieron una mayor explotación de pigmentos verdes como la atacamita (PG50), o el uso sistemático de mezclas de azul de azurita con amarillos de plomo-estaño o de tierras. La técnica pictórica exigía modelados más complejos y transiciones tonales más sutiles, lo que incentivó el uso de los pigmentos verdes no como color plano, sino como articulador cromático. No obstante, la búsqueda de estabilidad seguía siendo un problema central. Muchos verdes utilizados en retratos o paisajes terminaban alterando el estrato pictórico o desapareciendo a largo plazo, lo que afectaba directamente la legibilidad de la obra.
Fue recién en el siglo XVIII cuando comenzaron a desarrollarse pigmentos verdes más estables. Uno de los más célebres fue el verde de Schweinfurt, también conocido como verde esmeralda (PG21), una combinación de acetato de cobre y arseniato que ofrecía un verde brillante, saturado y de buena permanencia a la luz. Su toxicidad, sin embargo, lo convirtió en un material de doble filo: era eficaz, pero letal en grandes concentraciones o en contextos mal ventilados. A pesar de esto, fue ampliamente utilizado por artistas como Van Gogh, Cézanne y los impresionistas, que valoraban su intensidad y transparencia, especialmente en óleo y acuarela.
El siglo XIX trajo consigo un abanico de pigmentos verdes sintéticos gracias al desarrollo de la química orgánica. Pigmentos verdes como el viridian (PG18), un óxido hidratado de cromo, ofrecieron una alternativa más segura y estable que el verde esmeralda. Este pigmento, todavía utilizado hoy, tiene una excelente resistencia a la luz y una transparencia que lo hace ideal para veladuras. A finales del mismo siglo, los laboratorios comenzaron a sintetizar los primeros verdes ftalocianina, en particular el PG7 (ftalocianina verde) y su variante PG36. Estos pigmentos verdes marcaron una revolución técnica por su intensidad, estabilidad y bajo costo, convirtiéndose en estándar de la industria pictórica del siglo XX.


Pins Parasols, Saint-Tropez, 1907
Paralelamente, la recuperación de tierras verdes naturales —como las de Bohemia, Verona o Chipre— permitió a los artistas interesados en técnicas tradicionales retomar formulaciones antiguas. Estas tierras, ricas en silicatos de hierro y arcillas verdes, ofrecían un espectro cromático más sutil, menos saturado pero altamente estable. Se integraron en las paletas de artistas que trabajaban en fresco, temple o técnicas de restauración, donde la fidelidad al comportamiento histórico del pigmento era crucial. Aun en contextos contemporáneos, muchos restauradores siguen prefiriendo estas tierras por su comportamiento predecible.
Hoy, los pigmentos verdes abarcan desde las tierras más terrosas y opacas hasta los sintéticos más brillantes y transparentes. Su historia no es lineal ni progresiva, sino un continuo ir y venir entre soluciones locales, problemas técnicos y avances científicos. Cada verde tiene una historia diferente, una estabilidad propia, una reacción específica al medio y al tiempo. Comprender esa historia permite al pintor no solo elegir un tono, sino prever su comportamiento, anticipar su envejecimiento y establecer con él una relación material fundada en el conocimiento.
Superficies inestables: química, opacidad y tensiones técnicas de los pigmentos verdes
La naturaleza química de los pigmentos verdes ha sido una fuente persistente de problemas para los pintores a lo largo de la historia. A diferencia de pigmentos basados en óxidos estables como el rojo de hierro o el blanco de plomo, el verde suele depender de compuestos más reactivos: sales de cobre, cromo, arsénico, o anillos aromáticos en los sintéticos modernos. Esta estructura los vuelve vulnerables a los cambios de temperatura, humedad y exposición a la luz.
Uno de los desafíos más recurrentes es la tendencia de muchos verdes antiguos a oxidarse, tornando el tono hacia el marrón o el negro. En algunos casos, como con el verdigrís o el verde de Schweinfurt, la oxidación puede incluso disolver el aglutinante, degradando la película pictórica.
Otro factor crítico es su comportamiento en mezcla. Muchos pigmentos verdes reaccionan de manera no lineal al combinarse con blancos, amarillos o rojos, generando enturbiamientos o efectos de pérdida de saturación que desorientan al pintor no entrenado. Esta inestabilidad no es solo visual, sino también física: ciertas combinaciones pueden inducir reacciones químicas que afectan la estructura de la pintura. Por ejemplo, el uso conjunto de verdes a base de cobre con blancos de plomo puede conducir a la formación de acetatos o carbonatos inestables, alterando tanto el color como la adhesión. La elección del medio (aceite, agua, acrílico, cera) también condiciona estos efectos, por lo que cada pigmento verde debe ser evaluado según la técnica y el soporte.


Le Cannet, grand nu, Marinette, 1934
El verdaccio, mezcla verdosa derivada del verde tierra con toques de negro y blanco, constituye uno de los usos más sistemáticos de un pigmento verde en la historia del arte. No se trata de un pigmento en sí, sino de una mezcla aplicada como capa base en las pinturas al fresco, sobre todo durante el Renacimiento italiano. Utilizado en el dibujo subyacente de los frescos y como grisalla verdosa en retratos y figuras humanas, el verdaccio permitía establecer los volúmenes y sombras antes de aplicar las capas superiores de color.
Su matiz verdoso, más frío que una base cálida tradicional, era valorado por su capacidad para generar modelados sutiles, sobre todo en la representación de la carne. Este uso técnico e intermedio del verde revela cómo, incluso sin protagonismo cromático, los pigmentos verdes operan como estructuras esenciales en la pintura figurativa.
La transparencia es otra propiedad ambigua en los pigmentos verdes. Mientras algunos pigmentos modernos, como el PG7 (verde ftalo), permiten capas transparentes saturadas y densas, los verdes minerales como la malaquita o la tierra verde tienden a ser más cubrientes y opacos. Esta diferencia no es trivial: un pigmento opaco no se comporta igual en veladuras, ni permite los mismos efectos atmosféricos o estructurales.
En la técnica del óleo, por ejemplo, los pigmentos verdes transparentes se utilizan para modelar sombras profundas o superficies húmedas sin recurrir al negro, mientras que en fresco se privilegia la opacidad para asegurar la adherencia al enlucido húmedo. La selección adecuada de un verde, entonces, no depende del tono percibido sino de su estructura interna.
En el campo del temple y la acuarela, la interacción entre aglutinante y pigmentos verdes modifica profundamente la apariencia del color. Un verde ftalocianina que en óleo puede parecer frío y oscuro, en acuarela adquiere una transparencia casi fluorescente. Por el contrario, una tierra verde utilizada en temple al huevo mantiene una neutralidad cromática que permite su empleo en fondos, modelados o preparaciones tonales. Cada medio enfatiza o inhibe ciertas propiedades del pigmento, por lo que la experiencia directa es irremplazable. La ficha técnica puede orientar, pero el comportamiento real solo se descubre mediante ensayo.
Además de los factores químicos y técnicos internos, los pigmentos verdes también presentan un problema de nomenclatura. Muchos productos comerciales son etiquetados con nombres atractivos pero imprecisos —verde esmeralda, verde viridiano, verde musgo—, que no corresponden a una fórmula química única. La única forma confiable de identificar el pigmento es mediante su código del Color Index, como PG7 o PG18. Esta codificación permite al pintor profesional distinguir entre pigmentos de similares apariencias pero reacciones distintas, y así tomar decisiones informadas en su práctica.
La conservación también representa un reto. Muchos pigmentos verdes antiguos han mostrado fenómenos de migración o cristalización que alteran el estrato pictórico, afectando la percepción de la obra y su estructura material. Los restauradores deben tratar con verdes que se han desplazado del lugar original, que han reaccionado con barnices, o que han absorbido contaminantes atmosféricos. Entender la química de cada pigmento es crucial no solo para pintar, sino para preservar lo que ha sido pintado. Esta dimensión proyecta el conocimiento del color más allá del momento creativo: lo extiende hacia su permanencia en el tiempo.


Nu Étendu À La Couverture Rose, ca. 1948
No hay un pigmento verde sin condiciones. Cada uno implica un marco de aplicación, un conjunto de advertencias, una forma de trabajarse. Esta fragilidad no es un defecto, sino una propiedad a ser comprendida. Trabajar con pigmentos verdes es trabajar con la frontera entre lo orgánico y lo mineral, entre lo que se ve y lo que permanece oculto en la materia. Es un ejercicio de atención a las reacciones microscópicas que dan forma a la imagen.
Familias pigmentarias: óxidos, acetatos, ftalos, cobaltos, tierras y más
El universo de los pigmentos verdes no se define por una sola familia química, sino por una constelación de compuestos que, aunque comparten función cromática, tienen orígenes, estructuras y comportamientos radicalmente distintos. Esta diversidad exige que el pintor profesional conozca no solo el matiz deseado, sino la naturaleza del pigmento que lo produce. Una malaquita (PG39), por ejemplo, es un carbonato básico de cobre natural, mientras que el verde ftalocianina (PG7) es un compuesto sintético orgánico de anillo complejo. Ambos ofrecen un color verde, pero sus reacciones, texturas y compatibilidades son incomparables.
Los verdes minerales han sido históricamente los más tempranos y también los más inestables. Entre ellos destacan la malaquita, la atacamita y el verdigrís. Sus partículas tienden a ser gruesas, lo que genera una textura particular sobre el soporte, pero también una propensión a la sedimentación en medios líquidos. En técnicas como el fresco o el temple, su comportamiento es más predecible, pero en óleo pueden presentar problemas de oxidación o interacciones con los aglutinantes. El verdigrís (PG20), por ejemplo, es un acetato de cobre sumamente reactivo que, si no es sellado correctamente, puede migrar o dañar las capas adyacentes.
Las tierras verdes, por otro lado, son pigmentos verdes de origen natural compuestos principalmente de silicatos de hierro y arcillas. Son opacos, con tonalidades que oscilan entre el verde oliva, el gris verdoso y el marrón pardo. Aunque su intensidad cromática es baja, su estabilidad es alta, lo que las hace valiosas para modelados, fondos y veladuras tonales. En la técnica del fresco, la tierra verde de Verona ha sido usada desde el siglo XIV para modelar la carne humana sobre verdaccio. Su uso contemporáneo se mantiene en restauración, técnicas tradicionales y en la búsqueda de efectos matéricos sin saturación.


Port, Early 20th Century
Los pigmentos modernos aportaron una revolución cromática y técnica. El viridian (PG18), un óxido hidratado de cromo, fue uno de los primeros pigmentos verdes sintéticos en ofrecer buena transparencia, permanencia y seguridad. Su grano fino lo hace excelente para veladuras en óleo o acuarela. No obstante, su precio elevado lo ha hecho menos común frente a los ftalocianinas. El PG7 y el PG36, derivados de la ftalocianina, son verdes fríos, intensos, altamente transparentes y estables a la luz. Su estructura molecular compleja les permite una interacción controlada con diversos aglutinantes, lo que los hace versátiles en acrílico, óleo, acuarela y tintas industriales.
Por último, existen pigmentos verdes de laboratorio basados en cobalto (como ciertos PG26 o PG50) que ofrecen una tonalidad más cálida y cobertura media. Su costo elevado limita su uso a contextos específicos donde se requiere alta resistencia y coloración homogénea. Su estabilidad los hace atractivos para aplicaciones industriales y artísticas de alta exigencia. El conocimiento de estas familias no es simplemente taxonómico: permite al artista seleccionar, mezclar y conservar mejor su obra. Cada pigmento es una herramienta distinta, con un conjunto específico de posibilidades y límites que deben ser respetados para lograr resultados duraderos y técnicamente correctos.
Lo que el medio revela: comportamiento de los pigmentos verdes en óleo, fresco, acuarela y acrílico
Hablar de pigmentos verdes sin considerar el medio pictórico en que se aplican sería incompleto. La interacción entre el pigmento y su aglutinante —ya sea aceite, agua, huevo, cera o polímero— transforma sus cualidades ópticas, físicas y químicas. Algunos pigmentos verdes funcionan de forma impecable en una técnica y resultan inestables o decepcionantes en otra. Por ello, el conocimiento técnico del comportamiento de cada pigmento según el medio es crucial en la práctica profesional.


Herzl, 2004
En óleo, los verdes plantean desafíos y posibilidades particulares. Pigmentos como el verde ftalo (PG7) ofrecen transparencia, profundidad y saturación sin precedentes, pero requieren dominio técnico: su potencia cromática puede invadir mezclas si no se dosifica con precisión. En contraste, tierras verdes y el viridian (PG18) aportan opacidad controlada y transiciones suaves en modelados. Además, algunos pigmentos verdes —especialmente los de partícula delgada como PG7 o PG36— pueden actuar como trampas de luz en técnicas de claroscuro, generando sombras profundas sin recurrir al negro. El comportamiento con aceites secantes también varía: pigmentos a base de cobre pueden catalizar el amarilleo del aglutinante o acelerar su secado irregular.
En fresco, el panorama cambia drásticamente. Solo los pigmentos estables a la alcalinidad del enlucido pueden ser utilizados. Esto descarta a muchos pigmentos verdes sintéticos modernos, mientras que favorece a tierras verdes y ciertos minerales como la malaquita o la atacamita. Sin embargo, incluso dentro de este reducido grupo, hay diferencias significativas en comportamiento y adherencia. La tierra verde, por ejemplo, se emplea tradicionalmente en modelados preliminares, ya que su baja saturación permite trabajar luces y sombras sin perder volumen. En cambio, pigmentos como el verdigrís son inadecuados, pues su inestabilidad con la cal puede provocar desprendimientos o decoloraciones a largo plazo.
La acuarela representa un terreno especialmente fértil para los pigmentos verdes por su capacidad de crear atmósferas, transparencias y efectos espontáneos. Aquí, pigmentos como el PG7 y PG36 despliegan todo su potencial. Su fineza de grano, intensidad y resistencia a la luz los convierten en herramientas privilegiadas. Pero esta técnica también expone sus debilidades: cualquier tendencia del pigmento a sedimentar o coagular se vuelve evidente. Además, los verdes minerales como la tierra verde tienden a enturbiar mezclas o generar zonas opacas que interrumpen la fluidez de la aplicación. La experiencia, más que la teoría, permite al pintor seleccionar con precisión qué pigmento usar para una atmósfera húmeda o un follaje brillante.
En acrílico, la química del aglutinante transforma nuevamente el juego. Los pigmentos verdes sintéticos, especialmente los ftalocianinas, muestran una compatibilidad elevada con los polímeros acrílicos, generando capas uniformes, resistentes y altamente saturadas. No obstante, debido al secado rápido del medio, los verdes deben manejarse con velocidad y claridad en la intención. Mezclas imprecisas pueden fijarse antes de ser corregidas. Por su parte, pigmentos minerales o tierras verdes tienden a empastarse más, generando efectos matéricos y menos uniformes. El acrílico permite, además, una superposición de capas sin riesgo de disolución, lo que abre nuevas posibilidades de veladura o modelado con verdes transparentes.


The player, 1940-1980
Cada medio no solo modifica el comportamiento del pigmento, sino que reconfigura su rol pictórico. Un pigmento verde que en óleo sirve para transiciones sutiles, en fresco se vuelve base estructural; en acuarela será atmósfera, y en acrílico, masa. Este carácter mutable exige al pintor profesional un conocimiento profundo de sus materiales, más allá del color aparente. En esta versatilidad reside la riqueza, pero también la trampa: sin comprensión técnica, la intensidad del verde puede volverse un error irremediable.
Obras y artistas que hicieron del verde un lenguaje propio
Aunque muchas veces relegados a un rol secundario frente al protagonismo del rojo o el azul, los pigmentos verdes han desempeñado funciones clave en obras maestras, desde lo simbólico hasta lo estructural. Su uso no ha sido siempre evidente, pero sí constante. En ciertas épocas, su presencia fue una estrategia técnica más que una decisión cromática; en otras, se convirtió en el corazón visual de la obra. Su lectura histórica revela una versatilidad oculta, indispensable para comprender su lugar en la pintura profesional.
En la pintura medieval europea, el verde aparece frecuentemente como color de fondo en manuscritos iluminados o en escenas de paisaje, aunque con pigmentos poco estables como el verdigrís. Este pigmento, obtenido por acción del vinagre sobre láminas de cobre, ofrecía un tono atractivo pero traicionero: su tendencia a oscurecer y corroer obligó a muchos iluminadores a cubrirlo con barnices protectores. Aun así, su uso fue común por la intensidad que ofrecía. En obras como las del Maestro de Bedford o los miniaturistas flamencos, el verde actúa como base narrativa, cargada de simbolismo, pero también como un recurso técnico para modelar volumen en pequeños espacios.
Durante el Renacimiento, la técnica del verdaccio —base verdosa para las carnaciones en pintura al fresco— marcó el uso más sistemático de un pigmento verde en una etapa constructiva. Pintores como Giotto, Masaccio y Piero della Francesca aplicaban mezclas de verde tierra con negro y blanco para establecer sombras frías y modelados previos a las capas de color carne. Aunque estas zonas quedaban luego cubiertas, su influencia seguía perceptible en la temperatura general del volumen. En este sentido, los pigmentos verdes no eran un color visible, sino una infraestructura de la luz, un andamio tonal de lo representado.


View of Houses in Delft, Known as ‘The Little Street’, ca. 1658
Ya en el Barroco, el verde encontró otro protagonismo. Caravaggio y sus seguidores no lo usaron de forma destacada, pero en la escuela flamenca de Rubens y Van Dyck se aprecia su utilización en telas, cortinajes y paisajes. En particular, los verdes opacos obtenidos de mezclas con ocres, tierras y negro permitían crear atmosferas oscuras sin perder separación cromática. En el ámbito del claroscuro, ciertos verdes de partícula delgada actuaban como absorbentes de luz, generando zonas de sombra más profundas que las obtenidas con negro puro. Esta técnica, aún poco documentada, fue fundamental para algunos efectos ópticos del tenebrismo.
En el siglo XIX, los avances industriales produjeron una transformación radical. Pigmentos como el verde esmeralda (arseniato de cobre) y el verde viridiano (óxido de cromo hidratado) ofrecieron nuevos tonos, más brillantes y resistentes. Monet y Cézanne utilizaron el viridiano para representar vegetación, agua o arquitectura con una fidelidad cromática inédita hasta entonces. En las pinturas de Monet en Argenteuil, el verde viridiano actúa como modulador atmosférico, en contraste con los tonos cálidos de los cielos. Cézanne, por su parte, exploró verdes menos saturados en sus montañas y árboles, integrando estos pigmentos al ritmo estructural de su pincelada.
En el arte moderno, los verdes sintéticos como el PG7 se convirtieron en herramienta esencial para abstracción y síntesis cromática. Mark Rothko utilizó verdes oscuros y opacos en sus campos de color, mientras que los pintores del expresionismo abstracto —como Helen Frankenthaler o Morris Louis— aprovecharon los verdes líquidos en técnicas de empapado para explorar la translucidez de la tela. En estos contextos, el pigmento dejó de ser representación para convertirse en fenómeno físico, superficie, mancha.
El uso del verde no ha cesado en las prácticas contemporáneas. Artistas como Anselm Kiefer incorporan verdes terrosos en obras de gran escala para aludir al paisaje, al deterioro, a la historia. Otros, como Gerhard Richter, lo emplean en sus ciclos abstractos mediante veladuras acrílicas que combinan PG7 con blancos de titanio, generando capas flotantes que remiten al vidrio o al líquido. En cada caso, el pigmento verde actúa no como símbolo estático, sino como material activo, con historia, con química, con consecuencias técnicas y conceptuales.


The Family of the Infante Don Luis de Borbón, 1783-1784
En la práctica actual, los pigmentos verdes ofrecen un repertorio múltiple, cuya elección debe responder tanto a la intención estética como a la exigencia material. La obra no se sostiene en el color deseado, sino en la reacción que ese color tendrá con el tiempo, con el soporte, con la luz. Aprender del uso histórico no es una cuestión de estilo, sino de comprensión. Pintar con verde es participar de un linaje técnico donde cada gramo de pigmento carga siglos de experiencia acumulada.
Pigmentos verdes contemporáneos: entre la biotecnología y la permanencia
La producción actual de pigmentos verdes se desarrolla en la intersección entre la industria, la investigación científica y la necesidad artística. Ya no basta con que un pigmento tenga un matiz deseable: debe cumplir estándares de resistencia, no toxicidad, compatibilidad con múltiples medios y bajo impacto ambiental. Esta exigencia ha reconfigurado por completo las rutas de producción, desplazando progresivamente a los pigmentos de origen mineral o tóxico, y abriendo el campo a formulaciones completamente nuevas, como los pigmentos de base orgánica, los nanotecnológicos o incluso los derivados de residuos agrícolas o algas.
El verde ftalo, especialmente en sus versiones PG7 (ftalocianina verde) y PG36 (modificado con cloro y bromo), se ha convertido en el estándar global para quienes necesitan verdes saturados, estables y versátiles. Su resistencia a la luz, su capacidad de mezcla, su compatibilidad con medios acuosos y oleosos, y su precio accesible lo hacen insustituible en muchas gamas comerciales. No obstante, su intensidad también es su límite: al mezclarse con blancos, tiende a volverse azulado y difícil de matizar. Por eso, sigue siendo frecuente la formulación de verdes compuestos, que combinan PG7 con amarillos (como PY3) o negros (PBk7) para generar tonos más complejos.
Los laboratorios también han explorado pigmentos de estructura inorgánica compleja, como los compuestos de cobalto verde (PG26, PG50), que si bien son costosos, ofrecen alta resistencia térmica y cromática, ideales para aplicaciones en cerámica, vidrio y técnicas industriales. Además, su grano fino y opacidad los vuelve interesantes para artistas que trabajan con técnicas mixtas, donde el pigmento necesita estabilidad tanto física como óptica en condiciones variables de pH y temperatura. En este terreno, la exigencia profesional se une con la investigación aplicada para crear productos capaces de resistir décadas sin alteraciones significativas.
La biotecnología también ha comenzado a ofrecer alternativas. Aunque todavía en fase experimental o de producción limitada, existen pigmentos verdes derivados de procesos biológicos, como la clorofila estabilizada, ciertos carotenoides verdes modificados y complejos metálicos de origen vegetal. Estos pigmentos aún presentan problemas de permanencia y compatibilidad, pero abren nuevas posibilidades para quienes buscan materiales completamente sostenibles. En un contexto donde la toxicidad del arseniato de cobre (verde esmeralda) y la inestabilidad del verdigrís ya son inaceptables, estas alternativas apuntan a una reformulación ética de la paleta artística.


Moonlight in November, ca. 1887
Finalmente, la industria ha comenzado a ofrecer pigmentos verdes encapsulados, es decir, partículas recubiertas por polímeros o sílices que controlan su interacción con el medio y con otros pigmentos. Esta tecnología permite una aplicación más homogénea, previene reacciones químicas indeseadas y mejora la resistencia mecánica del color en el tiempo. Para el pintor profesional, estos avances no son meros detalles técnicos, sino condiciones que transforman la forma en que una obra se construye y envejece. Elegir un pigmento hoy implica prever su comportamiento mañana. Y en el caso del verde, ese futuro ha sido siempre el desafío.
Horizontes del verde: el porvenir de los pigmentos verdes en la pintura profesional
Los pigmentos verdes han recorrido un camino lleno de contradicciones: entre lo natural y lo sintético, entre la permanencia y la inestabilidad, entre el símbolo y la técnica. A medida que la pintura profesional se transforma, también lo hacen las exigencias hacia estos compuestos. Ya no se trata únicamente de obtener una tonalidad deseada, sino de asegurar que dicha tonalidad se conserve, que su interacción con otros materiales no comprometa la obra, y que sus condiciones de producción respondan a criterios éticos, sostenibles y técnicamente precisos. El futuro de los pigmentos verdes no será una repetición de fórmulas históricas, sino una expansión de sus límites materiales y simbólicos.
Los desafíos contemporáneos de conservación han puesto en evidencia que muchos pigmentos tradicionales, aunque bellos en su momento de aplicación, no resistieron el paso del tiempo. Restauradores enfrentan hoy la descomposición de verdes históricos, como los basados en cobre, que han oscurecido, migrado o corroído sus capas adyacentes. Este panorama ha incentivado la búsqueda de pigmentos que, además de ser estables en sí mismos, generen estabilidad en la interacción con aglutinantes, barnices y soportes. La tendencia hacia pigmentos de grano controlado, con estructuras moleculares más predecibles, es una respuesta directa a estos desafíos.
Paralelamente, las nuevas exigencias del mercado artístico —desde murales exteriores hasta instalaciones efímeras o soportes no tradicionales— requieren pigmentos verdes que mantengan su comportamiento en condiciones extremas. Esto ha propiciado el desarrollo de productos híbridos, capaces de operar en múltiples sistemas sin perder rendimiento cromático ni integridad física. El verde ftalocianina sigue dominando en muchos de estos contextos, pero no está solo. Nuevos compuestos basados en nanocristales, combinaciones inorgánico-orgánicas y encapsulados multifase permiten responder a exigencias técnicas que antes eran impensables para la paleta del artista.
La creciente conciencia ecológica también ha introducido una tensión que el campo de los pigmentos no puede ignorar. Algunos pigmentos verdes históricos, como el verde esmeralda, no solo son tóxicos para el pintor, sino también para el entorno. Su abandono no es solo una cuestión de salud personal, sino de responsabilidad ambiental. La formulación de pigmentos verdes no tóxicos, biodegradables o de origen renovable ha dejado de ser una curiosidad para convertirse en una necesidad. La aparición de gamas de color sostenibles —libres de metales pesados, solventes agresivos y residuos contaminantes— ya forma parte del horizonte esperado por los profesionales.
El porvenir de los pigmentos verdes en la pintura profesional está ligado, entonces, a su capacidad de adaptación. Adaptación técnica, para responder a medios, soportes y climas cambiantes. Adaptación ética, para ajustarse a prácticas más conscientes en su producción y uso. Y adaptación conceptual, para seguir siendo un color con historia, pero no anclado en el pasado. El verde no es simplemente el símbolo de la naturaleza; es, cada vez más, una interfaz entre arte, ciencia e industria. Comprender sus transformaciones es una tarea urgente para quienes aún creen que los colores no son adornos, sino estructuras vivas del pensamiento pictórico.


Hawley, Pennsylvania, Late 19th century